LABANCA, Jorge Nicolás, Prólogo al Tratado de Derecho Bancario (A.A.V.V; Rubinzal Culzoni Editores 2011-, Kabas de Martorell, María Elisa –Directora-), Tomo I (p.13 y siguientes), Buenos Aires, 2011.
No abrigo duda que esta obra encontrará, por varias y buenas razones, un puesto de relevante reconocimiento dentro de la literatura jurídica argentina. Creo no equivocarme si digo que es la primera, y hasta ahora la única, que aborda la problemática del derecho bancario con aspiraciones de tratamiento orgánico e integral.
La Directora, Dra. María Elisa Kabas de Martorell, y los demás autores que han contribuido a la redacción del Tratado, han enfrentado, en mi opinión, dos serios problemas. El primero se relaciona con la manifiesta circunstancia de que la actividad bancaria es disciplinada por normas pertenecientes a distintas ramas del derecho interno. Ello ha impuesto a todos los redactores un arduo trabajo para dar unidad de tratamiento a múltiples temas singulares, sin desentenderse de las regulaciones de derecho público y privado que recaen sobre la misma única materia. El derecho bancario está como a caballo, o en el mismo horizonte, de normativas pertenecientes a distintos ámbitos.
La segunda dificultad enfrentada por los autores proviene de que la materia que abordan, la actividad bancaria y financiera, sufre una crisis de extensión y profundidad inusitada, que sería ocioso desconocer. Hoy, diciembre de 2009, la crisis y sus efectos discurren en el plano internacional mucho más que en el nacional. Pero en la Argentina, en donde básicamente se articulan todos los temas tratados en la obra que prologo, el sistema bancario y financiero ha sido causa y, simultáneamente, ha sufrido los efectos de crisis sucesivas, desde mediados de la penúltima década del siglo pasado hasta culminar en la crisis de enero del 2002.
Ambos problemas, las crisis del sistema, por un lado, y la confluencia de normas de diferente rango y ámbito sobre las mismas materias, por otro, han ofrecido un desafío inusitado a los autores de esta obra. La multidisciplina de la materia bancaria debió haber sido, sin duda, un estímulo para los juristas que han participado en la confección del Tratado. No dudo que es en enclaves del derecho como éste, donde se producen los esfuerzos doctrinarios más significativos, y donde se prueba y galvaniza la suficiencia y dedicación de los autores. Se podrá discrepar con las aseveraciones de alguno, o con un enfoque o tesis en particular de otro. Pero nada de eso importa, cuando la jerarquía científica y la pasión por los temas abordados son, como en este caso, el fundamento de cada una de las soluciones y planteos que se van desgranando a lo largo de esta amplia obra.
Tema distinto es el de las crisis. Sobre finales de 2001 y principios de 2002, el sistema bancario (y por extensión el económico) sufrió una turbulencia fáctica y legal sin comparación posible con otro acontecimiento recordable por los argentinos que viven hoy. Es osado definir en dos líneas la sustancia de esta crisis. Me aventuro a decir que la demanda de dólares sobre el sistema mermó el volumen de depósitos en los bancos a lo largo de 2001 (hecho revelador de la desconfianza de los ahorristas en la capacidad de los bancos para responder por sus obligaciones, y en la del Banco Central para honrar la convertibilidad impuesta por ley), drenó de reservas a los bancos del sistema y al Banco Central, destruyó la liquidez (que es como el alma de un sistema bancario de encajes fraccionarios) e hizo que los poderes públicos declararan la inconvertibilidad (nuevos nombres para las viejas nociones de curso forzoso) del peso convertible (en dólares) y ordenaran la mutación a pesos (inconvertibles, por cierto) del objeto de la obligación de las entidades de restituir los depósitos constituidos en dólares.
Conservo en mis pupilas el recuerdo de una inmensa foto en primera página de La Nación en febrero o marzo del 2002 que retrataba una fila de personas de cinco o seis en fondo, que envolvía la manzana del Palacio de Justicia, esperando presentar recursos de amparo contra las entidades para obtener de ellas el pago en dólares de los depósitos. Las ollas populares norteamericanas de la depresión del 30 eran, mutatis mutandis, las protestas populares manifestadas en la plaza Lavalle, o en las puertas de los bancos en el microcentro de Buenos Aires.
Lo cierto es que la pesificación de los pasivos bancarios (en particular, de los depósitos) en proporción distinta a la pesificación de los activos de las entidades (que recibieron del Estado un bono para compensar las pérdidas por la revalorización desproporcionada de activos crediticios y depósitos), configuró una traslación de riqueza de los inversores o ahorristas a favor de los deudores del sistema, esto es, básicamente de las empresas tomadoras de créditos. Un robo avalado legalmente, en perjuicio de los débiles (depositantes) y en beneficio de los fuertes. De este hecho hay que responsabilizar a los poderes públicos (no a las entidades) que diseñaron la pesificación asimétrica.
Diez años antes, en 1989/1990, otra crisis había devorado los activos monetarios (en pesos) de los bancos, o de los depositantes o de cualquiera persona, estuvieran esos activos bajo cualquier forma jurídica. La hiperinflación nos empujó al caos social y produjo (como la pesificación asimétrica del 2002) una transferencia monstruosa de ingresos de pobres a ricos. Pero, ¿qué tenía que ver con esto el sistema bancario? Tenía que ver que el órgano rector, el Banco Central, impuso a las entidades la obligación de constituir (depositar) en el Banco Central una fracción significativa de las imposiciones en pesos que los bancos recibían del público, para esterilizar de ese modo la masa monetaria emitida sin control para financiar el gasto del gobierno. Es bien sabido que, al menos en su etapa más vigorosa, la inflación es un fenómeno puramente monetario: la creciente cantidad de moneda se va a precios, no a mayor producción. Los precios aumentan al compás del incremento de la masa monetaria. De allí, la aparición de un círculo perverso: el gobierno gastaba, el Central emitía para financiar ese gasto, el dinero iba al público, de éste a los bancos y de éstos al Banco Central, que prometía por los depósitos indisponibles una relevante tasa de interés. El pago de ésta a las entidades aumentaba aún más la emisión monetaria, la cantidad de moneda y el nivel de precios. El circuito se frenó con el plan Bonex: el Central pagó a los bancos con Bonos del Gobierno (obviamente, de nueva emisión) los créditos por capital e intereses de depósitos indisponibles y los bancos pagaron a los depositantes con los mismos bonos las sumas depositadas sobre Australes un millón.
Estos fenómenos de crisis están necesitando un estudio objetivo y desapasionado, no sólo desde las finanzas, o desde la economía, sino desde el derecho: es preciso esclarecer cómo y con qué sentido los poderes públicos y el Banco Central ejercieron las potestades atribuidas por ley, o por las reglamentaciones, para administrar (?) la moneda y el crédito. Hay que analizar si las entidades fueron víctimas o victimarios en las grandes crisis, sin perder de vista que el sector bancario oficial (cuya nave insignia desde hace más de cien años es el Banco Nación) ocupa el primer lugar del mercado financiero, medida esa posición por cualquier índice (depósitos, activos, etc.).
Por lo demás, hay que advertir que las crisis a las que aludimos, se inician con una infracción al derecho de alguien [i.e. la declaración de incumplimiento de la deuda en dólares del Estado Nacional efectuada por el Presidente (Provisional) de la Nación en medio de la ovación del Congreso reunido en pleno] pero ganan cuerpo, como un incendio de campos o bosques, con el transcurso del tiempo hasta un desenlace que fatalmente consiste en la simultánea violación, por los poderes públicos, de múltiples derechos constitucionalmente tutelados, violentando la letra y el espíritu de todas las leyes fundamentales.
Ejemplo: modificar por ley los contratos de depósito o préstamo es un atropello no consentido por la Constitución al pacta sunt servanda.
Por todo ello, hay que celebrar que la Primera Parte de este Tratado esté constituida por el completo y prolijo estudio del Dr. José Luis Monti sobre “banca y seguridad jurídica”. Porque sólo una reflexión tan profunda como la de Monti puede sentar las bases para reconstruir los cimientos del sistema financiero argentino. Leges sine mores, vanae, decían los romanos (las leyes sin costumbres son inútiles). Si el valor seguridad no se hace hábito e inspira la conducta cotidiana de autoridades, entidades y público, muy poco puede pedirse o esperarse de las normas. Se vuelven humo, se tumban o cambian sin miramientos, a menos que la estabilidad legal (no ya la financiera) fundada en la Constitución, se haya materializado en usos, costumbre, hábitos. En virtud social.
En la misma línea de preocupaciones, impresiona el trabajo del Dr. Horacio Rosatti. No conozco estudio alguno, fuera de éste, que haya abordado la problemática bancaria y, en particular, la monetaria, en el plano constitucional. La Constitución, al autorizar la creación de un banco de emisión de papel moneda ha creado un poder implícito, el poder de emitir, así como ha reglado explícitamente el poder de gastar o el poder de establecer impuestos indirectos y directos por tiempo determinado.
En mi opinión, el estudio del Dr. Rosatti analiza con solvencia y profundidad esta tan importante como poco analizada materia.
Tanto en el contexto del Tratado, como en si mismo, el estudio de los Dres. Bertani, del Mazo, Moiseff y Viviani constituye un instrumento valiosísimo para el estudio de los remedios de las crisis bancarias, entendiéndose por éstas la falencia de las entidades, singularmente consideradas, más que la insolvencia de varias o todas las entidades ocurrida en forma simultánea. Se reserva la expresión de crisis sistémica para calificar esta última situación. Si bien la tercera parte del Tratado, constituida por el estudio de los citados juristas lleva por título “la banca en crisis”, el trabajo se abre con un oportuno y exacto estudio sobre las potestades del Banco Central como principal o único agente del poder de policía financiero y sobre ciertos instrumentos asignados por ley al Banco Central (básicamente el redescuento), cuya naturaleza y alcances son generalmente mal entendidos. El redescuento es una facultad reservada al Banco Central para evitar la crisis final de una entidad y no para asistir financieramente actividades propias de la actividad bancaria.
La crisis de un banco, su falencia posible es, antes que nada, una tragedia social. Porque en el caso de las entidades financieras la falencia pone en cuestión la subsistencia de los depósitos que representan, antes que inversiones especulativas, la acumulación del ahorro del público, en especial, del pequeño público, incluidas las imposiciones efectuadas en pago de salarios y jornales. El discurso de estos autores se encamina a la descripción, análisis y crítica de los instrumentos en poder del Banco Central para enfrentar, para beneficio de los ahorristas, las eventuales crisis finales de entidades financieras. El examen de los instrumentos a disposición del Banco Central, establecidos por sucesivas reformas de la Ley de Entidades Financieras y de la Carta Orgánica del Banco Central a partir de 1995 goza de una solvencia admirable en el texto que ofrecen sobre esta materia los juristas citados. No puede ponerse en duda que una prosa de tal calidad sobre los mencionados instrumentos se consigue no sólo en base al estudio y la reflexión de los textos legales de nuestro país y de algunos extranjeros, sino también en función de la experiencia profesional de la que todos estos autores gozan en la materia que abordan.
Los trabajos de los Dres. Gustavo Esparza, Javier Wajntraub, Cristina O’Reilly, Luis Porcelli y Mario Oscar Kenny son ejemplares por la precisión de sus planteos y completan el Tratado examinando la quiebra de bancos frente al derecho concursal, la responsabilidad de las entidades y su financiamiento por vía de emisión de obligaciones negociables y otros títulos de deuda.
Quiero finalizar este prologo agradeciendo a la Dra. María Elisa Kabas de Martorell el inmerecido privilegio que me ha discernido al encomendarme la redacción del prologo del Tratado de Derecho Bancario. Debo aplaudir el hilo lógico que va articulando las distintas partes del Tratado en donde se revela su condición de Directora de la obra, así como el capítulo introductorio en donde describe, sin ahorrar matices, las perspectivas, problemas y desafíos de una actividad, como la bancaria, en plena transformación al terminar la primera década del siglo XXI.