LABANCA, Jorge Nicolás, “El propietario eterno”, Diario La Nación, Buenos Aires, 28 de febrero de 1982.

     La reciente discusión sobre el régimen minero tiene algo de elusivo. Porque si se pregunta sobre la conveniencia de atribuir o no la propiedad. del subsuelo minero al dueño de la superficie se margina el tema central, esto es, si la propiedad de la riqueza minera del subsuelo ha de ser del Estado (nacional o provincial) o de personas privadas (dueños o no de la superficie).

    Existe la impresión de que este tema básico en la organización política y económica de la comunidad fue resuelto de una vez y para siempre desde la sanción, primero, del Código Civil (1870), y del Código de Minería, después (1886): propietario es el Estado, no los particulares. Desde entonces, el debate sobre la asignación de propiedad de los yacimientos discurrió fundamentalmente sobre qué Estado (nacional o provincial habría de ser propietario, sin que suscitara mayor interés la posición de “los habitantes de la  Nación”, en quienes la Constitución vigente, entonces y ahora, reconocía el depósito y la fuente de todo derecho.

La tesis estatista: ¿del Estado federa o de las provincias?

    Dos son las tesis avanzadas en torno de la propiedad (estatal) de los yacimientos. Según una, la independencia habría operado una transmisión de los poderes y derechos de la Corona española en favor de los Estados provinciales argentinos. Entre esos derechos figuraba el dominio sobre todas las minas, que de tal modo habrían pasado a manos de las provincias. Estas, al constituirse la Nación, se habrían reservado esos derechos sin delegarlos más tarde en el Estado federal. Consecuencia: las minas son bienes privados de las provincias argentinas.

    Esta tesis, defendida enfáticamente contra la que quiere poner en manos del poder central la propiedad del subsuelo, debería explicar, para ser cierta, por qué los derechos de la Corona española sobre el subsuelo americano se trasladaron a los Estados provinciales a la hora de la independencia y no a favor de los pueblos de esos Estados, sobre todo cuando de los primeros ensayos constituyentes que se elaboran inmediatamente después de la Revolución de Mayo, como de las declaraciones del 25 de mayo y del 9 de julio, resulta fuera de duda que es en el pueblo -y no en los Estados provinciales- en quien se reconoce el depósito de todo derecho y poder. Y si en el pueblo estuvo el depósito de derechos, al pueblo, y no a los Estados, llegaron, por transferencia desde la Corona.

 

El Estatuto de Hacienda y Crédito de la Confederación

    La tesis que quiere poner la propiedad del subsuelo en cabeza del Estado federal ha sostenido que el acto constituyente que sanciona la Constitución de 1853 fue enteramente fundacional y distribuyó ex novo entre la Nación, las provincias y el pueblo todas las potestades, competencias y derechos, aniquilando de ese modo toda disciplina jurídica del pasado. Incluidas las transmisiones, de haberse producido. En materia de riquezas del subsuelo, la Constitución nada expresamente dijo, pero el pensamiento –y por lo tanto la implícita disposición constitucional- de los constituyentes resulta de la ley del 9 de diciembre de 1853, que sancionaron después de dictar la Constitución, funcionando como Legislatura provisional de la Confederación, En dicha ley, conocida como «Estatuto de Hacienda y Crédito de la Confederación», los legisladores, cumplido ya el papel de constituyentes, habrían declarado a las minas propiedad pública y nacional, es decir, minas del dominio del Estado federal.

     Lo cierto es que el Estatuto, aunque se deba a los constituyentes, tuvo valor de ley, no de Constitución; su propósito fundamental fue organizar la administración nacional naciente y, por lo tanto, las disposiciones ajenas a esa materia (como las relativas al régimen minero) tuvieron un carácter secundario y subordinado a su materia central. Por esto último, el Estatuto otorgó carácter transitorio a las disposiciones sobre régimen minero estableciendo la vigencia de las Ordenanzas de México «ínterin el Congreso dicte el Código de Minería».

    Lo que el Estatuto perseguía, dado e terna central de sus normas, la organización administrativa, era dar buen orden a las relaciones entre los mineros y el Estado; en concreto, organizar los registros de minas, con un inocultable propósito fiscal: cobrar una contribución anual. Por eso es que de las trece atribuciones que confiere a la Administración General una es «el registro de la propiedad territorial pública y nacional en toda la Confederación, inclusa la subterránea de minas…» En esta disposición se funda la afirmación de que el Congreso que dictó el Estatuto declaró a los yacimientos propiedad, pública y nacional. Parece excesivo derivar tal declaración de la disposición que organiza un registro contable, especialmente cuando de su propia letra no puede concluirse que califique a las minas como públicas y nacionales. Si el redactor del texto se vio obligado a aclarar que incluso debía asentarse las minas en el registro donde se anotaba la propiedad nacional era porque las minas no lo eran; en caso contrario no hubiera sido necesaria la aclaración.

    Es también excesivo, porque una declaración de tal naturaleza hubiera dificultado el reconocimiento de propiedad privada sobre las minas. Y el hecho es que el lenguaje del propio Estatuto admite tal propiedad cuando ordena registrar los títulos de propiedad y anotar en los libros de la Administración el nombre del dueño, clase de mineral, lugar de situación, etc. Por ultimo, el sistema de registro de minas es muy parecido —incluido la contribución anual— al registro de la propiedad fundiaria que el Estatuto organiza. Si del registro de aquélla se deriva el presunto carácter público y nacional no habría razón para negárselo a las tierras, con lo cual se haría del Estatuto un instrumento estatizante dictado por las mismas personas que seis meses atrás habían sancionado una Constitución liberal.

   A pesar de sus diferencias, las dos anteriores tesis tienen decisivos puntos de contacto. Ante todo, ambas excluyen de la propiedad de las minas a las personas privadas en beneficio siempre del Estado (nacional en un caso, provincial en el otro). En segundo lugar, las dos tesis renuncian a considerar la Constitución en sí misma. Una llega hasta ella con una limitación anterior dada: las provincias eran titulares de derechos que la Constitución no podía modificar. La otra saltea el texto mismo y recurre al sentido de un acto legislativo posterior para esclarecer el pensamiento del autor de la Constitución y ello hace imperioso una indagación de las propias cláusulas constitucionales para establecer cual sea el sistema de propiedad de los yacimientos que de ellas se sigue.

La Constitución: por los habitantes

   En su artículo 14, la Constitución reconoce varios derechos: entre otros, a la propiedad, el comercio, la industria. Titular de ellos pueden sólo ser los «habitantes de la Nación», pero no el Estado, como se sigue de la letra del texto, según recordó una vez José N. Matienzo desde la Procuración de la Corte.

   Hay bienes cuya función primordial es aplicarse al comercio o a la industria: son los factores o medios de producción. Pero si el Estado no puede ejercer comercio o industria, ¿por qué ha de justificarse un derecho suyo a la propiedad de factores de producción, es decir, de bienes aplicables actividades de las que está excluido, según la letra de la Constitución y la autoridad de sus inspiradores, como Alberdi?

    La conclusión es forzosa: el Estado no puede ser dueño de factores de producción. Pero una mina o yacimiento lo es. Su utilidad económica consiste en contribuir a la producción de riquezas mineras. Una lógica elemental compele, entonces, a otra conclusión: las minas o yacimientos, en tanto medios de producción, no pueden ser objeto de propiedad por parte del Estado (cualquiera que sea éste), conforme a la Constitución.

    En apoyo de lo anterior hay que recordar que la Constitución mandó al Congreso Federal (art. 24) reformar la legislación entonces vigente (incluida, obviamente, la de minas) para ajustarla a los principios de organización política y económica que ella, la Constitución, inauguraba. En materia minera, los principios de los constituyentes debieron ser exactamente los opuestos a los del derecho cuya derogación por el Congreso la Constitución exigía. Y bien: el derecho colonial (que era, en la materia, el vigente) atribuía a la Corona la propiedad de los yacimientos. Pero Corona es igual a Estado en el derecho colonial.

    El principio de la Constitución debió ser simétricamente opuesto a éste y consistir, por lo tanto, en la sustitución de la propiedad de la Corona por la del pueblo (¿y quién seria éste sino «los habitantes?»), no en reemplazar la propiedad de un Estado (el español) por la de otro (federal o provincial argentino). Esto último significaría que en materia minera la Constitución hizo propios los principios del absolutismo, lo cual no puede ser seriamente sostenido. Todo esto confirma que, en la Constitución, la propiedad sobre los yacimientos se reserva a «los habitantes de la Nación», y no al Estado (cualquiera que sea éste).

Las leyes: por el Estado

     Con la sanción del Código Civil/primero (1870) y el de Minería después (1886) quedó consagrado un régimen distinto del constitucional. Ambas leyes oficiaron de punto de arranque en un itinerario legal de dirección opuesta a la fijada por la ley constitucional. Vélez Sarsfield inauguró ese derrotero al escribir en su Código que las minas de oro, plata, cobre, piedras preciosas y sustancias fósiles eran bienes privados del Estado (nacional o provincial). El Código de Minería, por su parte, estableció que «las minas son bienes privados de la Nación o de las provincias según el territorio en que se encuentren» (art. 7).

    Ambas leyes desbordaron su ámbito natural pues ambas avanzaron indebidamente—y en un doble sentido— sobre materia que no les competía. Definir quién puede ser propietario, y sobré qué, es materia sustancialmente constitucional. Es del resorte exclusivo del poder (constituyente) que establece en la Constitución las líneas matrices básicas de la convivencia y organización de una sociedad. La ley, es decir, el Congreso Federal, puede y debe (art. 67, inc.11) reglar las limitaciones y características de un derecho (en el caso, propiedad) cuyo titular y cuyo objeto están definidos antes (en la Constitución) y por otro (el poder Constituyente). La ley (aunque se trate del Código Civil o del de Minería) no puede inventar propietarios no reconocidos como tales por la Constitución. El Estado (nacional o provincial) era uno de ellos.

    En otro sentido, igualmente, los Códigos se alejaron de la voluntad constituyente, que era modificar la legislación colonial. Reemplazando al Estado español por el argentino como titular de los yacimientos prolongaron el absolutismo, no lo abolieron. La revolución constitucional era más amplia y tenía un sentido radicalmente diferente al de una pura sustitución de Estados en el dominio minero, en lo que se agotó la «reforma» de las Ieyes de Vélez y de Rodríguez.

    Se dirá que el propietario estatal que resulta de la ley civil y minera está debilitado porque se le prohíbe la explotación propia y virtualmente se le obliga a entregar el yacimiento al particular solicitante. Pero los compromisos, que pueden ser virtud de convivencia en la vida civil, se prueban nefastos como bases de organización social. El propietario débil prefiere la fortaleza a no ser propietario. Y así, en 1910. la ley 7059 reservó para el Estado federal la explotación directa de petróleo en una zona de Comodoro Rivadavia; en 1935, la ley 12.161 derogó la prohibición de explotar petróleo e hidrocarburos fluidos; en 1958 (reimplantada la Constitución de 1853), la ley 14.773 declaró la propiedad exclusiva, imprescriptible e inalienable del Estado federal sobre los hidrocarburos líquidos, gaseosos y sólidos, y en 1967, por ley 17319, volvió a establecer igual propiedad respecto de los hidrocarburos líquidos y gaseosos. De propietario sin capacidad para explotar (Código de Minería), el Estado (en esas leyes) se transformó en propietario sin facultades de vender: un propietario eterno.